Y ahí estaba, frente al espejo, con la luz apagada y observando silenciosamente cómo se dibujaba mi figura con la poca luz que entraba por la ventana rota. No recordaba la última vez que había tenido esa sensación de terror. Sabía perfectamente lo que era el miedo, pero no el terror.
Era el absurdo más inefable que jamás había podido sentir en el estómago. Como un nudo que atrapa y retuerce cada poro de mi piel y va estrechando, poco a poco, cada arteria de mi cuerpo.
Y eso era terror, no miedo. El miedo, eso es algo naif, sencillo y plano que perece con el tiempo. El primitivismo que acontece al miedo es lo discrepante del terror.
Pero el terror... El terror es algo diferente. El terror estremece. Sensación perenne que no cambia sus raíces ni sus hojas y se hace más fuerte con el paso del tiempo. El terror es lo que rompe sueños, destroza ilusiones y apaga las llamas de la vida.
El terror es la pesadilla de la realidad.
El terror es el miedo llevado al extremo.
El terror es la rutina hecha aburrimiento, el acostumbrarse al dolor, el no sentir la pena, lo llano de cada sensación. El terror está hecho de cuestas abajo en el mar del insomnio, hojas en blanco volátiles, gritos sordos, vasos vacíos y café amargo.
La pena de la humanidad es que el terror, no es, realmente, lo que más terror da. Lo que de verdad aterra es la locura de la contingencia.